El Brexit: Inglaterra sin Europa – Por Luis Xavier Grisanti 

 

Ningún ciudadano del mundo, consciente de que la integración económica entre las naciones es un pasaporte a la paz y al progreso, pudo haber sentido alegría cuando, el 31 de enero de 2020, a media noche, en un sobrio acto en Bruselas, fue retirada la bandera del Reino Unido entre las otras 27 que ahora conforman la Unión Europea (UE), el sistema de integración más avanzado jamás logrado por Estados-nación en la Historia.

Con un PIB nominal de US$ 18.71 billones (FMI, 2019), la UE es el primer bloque económico del planeta y su PIB conjunto es sólo superado por los Estados Unidos ($21.44 billones). Sus miembros: Alemania, Francia e Italia, son la cuarta, séptima y octava economía del mundo, y España, Países Bajos, Polonia, Suecia y Bélgica se sitúan entre las 25 más grandes. Si bien Inglaterra es la sexta economía, ella sólo representa el 3% de la producción global de bienes y servicios (ver nuestros: El Brexit, un error histórico y costoso, 26.06.2016; el Brexit en su laberinto, 11.03.2019, Analítica).

De manera que, sin enumerar los beneficios obvios para Inglaterra de pertenecer a la UE y a su mercado único (libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas) en un espacio comunitario de 512 billones de habitantes, es evidente que el país más perjudicado por el Brexit es el Reino Unido, cuyas exportaciones a la UE ascienden al 50% del total, y en similar nivel las inversiones intracomunitarias. Un estudio de las Universidades de Stanford y Nottingham (2018) estimó que, como consecuencia del referéndum (2016), las inversiones en capital fijo en Inglaterra disminuyeron un 6% y el nivel de empleo bajó un 1,5%. Otro estudio calculó que la inflación aumentó un 1,7% (2017), reduciendo el ingreso por hogar en 404 libras esterlinas (£) ese año.

Como es sabido, uno de los artífices del referéndum fue el eufórico eurodiputado británico Nigel Farage, el líder populista del Partido Brexit. La mayoría de los ingleses se arrepintió después de la votación que logró una mayoría de un 50,8% de los votos a favor de los separatistas, frente a un 49,2% que sufragó por la permanencia en la UE. No pocos pidieron -hubo grandes concentraciones populares-, repetir la consulta, sin éxito. Al despedirse del Parlamento Europeo, Farage se defendió de las críticas, señalando: “yo quiero a Europa y a sus valores, pero odio a la Unión Europea” (“I love Europe and its values, but I hate the European Union;” una contradicción de términos).

No en balde el presidente de Francia, Emmanuel Macron, en su alocución del 31 de enero, al lamentar el retiro del Reino Unido, se refirió, preocupado, a cómo una implacable campaña mediática de “mentiras, exageraciones, simplificaciones y promesas incumplidas” por parte de líderes ultranacionalistas, determinó aquella mínima mayoría de 2016, a la vez que alertó acerca de los desafíos que enfrentan las democracias ante la irrupción en la escena política de demagogos que son capaces de inducir a un electorado incauto a tomar un curso de acción contrario al interés nacional.

La penosa agonía de más de tres años y medio de negociaciones con la UE y dentro del Parlamento Británico (que se llevó por delante a dos gobiernos -el de David Cameron y el de Teresa May-, y estuvo a punto de hacer caer al de Boris Johnson, el otro líder separatista), ha llegado a su final político y jurídico; pero los impactos económicos a largo plazo continuarán afectando el crecimiento y bienestar de los ingleses.

Un líder carismático como Johnson logró finalmente, en las elecciones de diciembre, la mayoría parlamentaria necesaria para aprobar su proyecto de retiro (casi igual al de Teresa May, por cierto). Mas un estudio interno del gobierno (2018) sobre los efectos a largo plazo del Brexit, estimó, como mínimo, que el crecimiento económico del país podría ser un 2% menos durante los próximos 15 años. No deja de haber optimistas que apuntan a una economía británica más liberal y globalizada (por el señuelo de un tratado de libre comercio con los Estados Unidos), la cual no estaría restringida por las regulaciones de la UE (Britain´s divergence dilemma, The Economist, 31.01.2020).

El acuerdo con la UE prevé que Inglaterra se mantendrá, como es lógico, dentro de la zona de libre comercio y del arancel externo común europeo durante un año, al término del cual deberá lograrse un tratado final. Está por definirse la libre circulación de bienes en la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda (el IrishBackstop). Recordemos que la Ciudad de Londres, Irlanda del Norte y Escocia votaron abrumadoramente en contra del Brexit, reanimando los vientos independentistas de los escoceses y poniendo en peligro el Acuerdo de paz del Viernes Santo entre las dos Irlandas (1998).

Los líderes europeos han asimilado con aplomo el golpe de la partida del Reino Unido. Sus declaraciones han sido mesuradas. El presidente Macron ha reafirmado los lazos históricos entre Francia, la Europa continental e Inglaterra. La poderosa canciller alemana, Angela Merkel, abogó por la continua cooperación entre el Reino Unido y la UE.

Después de la derrota del Nazismo y el Fascismo en la II Guerra Mundial, se forjaron lazos permanentes entre la siempre elusiva y victoriana Inglaterra y las naciones europeas. El Reino Unido es, después de todo, la democracia parlamentaria más antigua del planeta. Los valores de democracia, derechos humanos, seguridad social y economía social de mercado son compartidos por europeos y británicos. Europa e Inglaterra forman, con los Estados Unidos y Canadá, una alianza estratégica de democracias.

No es descartable un reingreso del Reino Unido a la Unión Europea. Luce imposible en la actualidad, aun siendo la mejor opción para todos, especialmente a tenor de la globalización, la Revolución Tecnológica, el ascenso de Asia como epicentro de la economía mundial y, sobre todo, para la consolidación de las democracias en el siglo XXI.

@lxgrisanti

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