A casi dos décadas de su ejercicio del gobierno del país, la ruina moral y política del régimen “bolivariano” es tan evidente como la ruina económica y la degradación social del país. Los riesgos de perturbación regional por causa de la agravada crisis económica y humanitaria resultan imposibles de ignorar. La total ausencia de interés del régimen en reconciliar al país por la vía democrática, demostrada una y otra vez por medio de su manipulación del orden legal e institucional, en particular en materia electoral y judicial, ha cerrado progresivamente todas las válvulas de escape para un país sometido a una crisis multidimensional que sólo se alarga para agravarse y cuyo centro de gravedad y causalidad reside en el poder ejecutivo, hoy ejercido por el Sr. Nicolás Maduro. Su auto reelección y la creación de un poder legislativo supra constitucional, paralelo a la legítima Asamblea Nacional, con la intención manifiesta de cambiar el modelo político del país y eternizarse en el poder, coloca a Venezuela no sólo bajo condición dictatorial sino también, dados los alcances y repercusiones del colapso funcional del país, en la de riesgo para la estabilidad regional.

El desencadenamiento de un fenómeno de migración masiva es el síntoma más trágico de esta realidad. La oposición democrática venezolana, con razones sobradas, considera la inclusión de la situación de Venezuela en la agenda internacional uno de sus más significativos logros. A pesar de su fracaso en liderar al país hacia una salida democrática y electoral a la crisis, la oposición logró a nivel internacional establecer alianzas y movilizar fuerzas que le sirviesen de respaldo en la búsqueda y negociación de una transición ordenada. El optimismo que traducían esas expectativas debe ser matizado a la luz de la realidad política actual, en que la oposición se ha atomizado y carece de unidad de acción y propósitos. La comunidad internacional que la respaldaba ha quedado sin contraparte y sus esfuerzos estancados, a la espera de oportunidades más claras. El sabotaje del régimen a todos los intentos por instrumentar una mediación internacional independiente y el desencadenamiento de una crisis humanitaria han suscitado la interrogante de si la solución a la crisis venezolana es la intervención internacional. La pregunta se plantea por necesidad ya que no sólo es la tesis de una facción dentro de la oposición, sino que también fue asumida por el Secretario General de la OEA bajo la modalidad de puesta en aplicación de la obligación de proteger a poblaciones en situación de alta vulnerabilidad. Como aproximación al caso se intenta dar a continuación un aporte a la reflexión que el tema amerita.

De dónde venimos

La comunidad internacional, a pesar de la evidencia del desgobierno y tendencias dictatoriales prevalecientes en Venezuela, se mantuvo por muchos años reacia a considerar la situación en Venezuela como una de crisis con impacto internacional. La perspectiva predominante fue la de ser una situación de naturaleza política interna que debía ser abordada por vías constitucionales, en particular electorales, y recibir el apoyo necesario para que así fuese. Esta perspectiva se mantiene en algunos sectores, tanto nacionales como internacionales, que por razones diversas prefieren evadir responsabilidades y mantener distancia del caso. Entre tales razones los intereses creados con el régimen durante sus años de bonanza fiscal son importantes.

En el entorno regional, en particular, se favorecieron las alianzas políticas y grandes negocios. En unos y otros el tiempo dejó ver que la corrupción había sido un factor aglutinante fundamental. En paralelo, la Venezuela “bolivariana” tejió y financió una red de instituciones regionales alternativas que le sirviesen de foro y, a menudo, de marco legal para una política de “cooperación internacional” destinada a crear dependencias económicas y silencios diplomáticos, siendo el caso de Petrocaribe uno de los más representativos. La compra de armas aseguró la solidaridad de Rusia, y generosas líneas de crédito a Venezuela la de China, con concesiones petroleras en ambos casos para amarrar bien los intereses mutuos. Luego vendría la expoliación de activos extranjeros, realizada selectivamente.

El fin de la bonanza fiscal venezolana, que había permitido derroches, corruptelas e ineficiencias mayúsculas, y cambios políticos en el entorno regional y hemisférico han permitido evidenciar la inoperancia actual de muchos de esos esquemas de complicidad organizada y comenzar a ver su desmantelamiento. De igual manera, ha permitido observar con asombro cómo el país cayó en una crisis social y económica, pronto convertida en humanitaria, cuyas raíces políticas resultaba imposible de ignorar. Con una Secretaría de la Organización de Estados Americanos por fin a cargo de un demócrata de convicciones a toda prueba, la situación venezolana comenzó a ser mejor documentada, informada, entendida y debatida, llegándose finalmente a entender en buena parte de la comunidad internacional que lo que aquí sucedía, más allá de las afinidades o desencuentros con el régimen, no podía dejar de tener serias repercusiones externas. A medida que crecía el número de aliados democráticos, crecía también el distanciamiento de algunos países clientes y se reducía el de sus aliados incondicionales.

Así, ante al cúmulo de evidencias sobre la degradación del país y sobre su condición de estado cuasi fallido, incapaz de atender las necesidades básicas de su población, es que comienzan a darse desarrollos como la creación del “Grupo de Lima” que evidenciaron que la situación en Venezuela había roto barreras y que la indiferencia, la pasividad o el silencio cómplice dejaron de ser opciones cómodas. Informes exhaustivos del Secretario General de la OEA y reuniones del Consejo Permanente pusieron el tema de la situación en Venezuela en la agenda hemisférica, y se intentó, en el marco de una serie de principios de base, establecer una dinámica de diálogo y negociación. Todo resultó inútil. El régimen nunca tuvo intención de negociar su control absoluto del país, necesario para instaurar y asentar su proyecto “revolucionario”. Ante las protestas populares, las violaciones de derechos humanos se multiplicaron, la represión a todo nivel se institucionalizó, y la poca o nula influencia de la comunidad internacional para propiciar una salida a la crisis por la vía diplomática quedó evidenciada. A falta de mejores opciones, la dinámica de acción internacional enfatizó la condena política y la sanción económica, al régimen y a sus personeros. Internamente, la inamovilidad de la situación en el frente externo y el agravamiento de la crisis política y económica interna, junto con las necesidades básicas insatisfechas de amplios sectores de la población, desencadenaron una migración masiva como nunca se había visto en las Américas.

Un punto de inflexión

A mediados de septiembre de 2018, el Secretario General de la OEA, en visita de trabajo a la frontera colombo-venezolana, punto neurálgico del flujo migratorio, denunció la responsabilidad directa del régimen venezolano con la situación, acusándolo de afectar la “estabilidad de toda la región” por vía del narcotráfico, el crimen organizado, y la “profunda crisis humanitaria que ha creado” por vía del hambre, la miseria, y la falta de medicamentos, utilizados “como instrumentos represivos para imponer una voluntad política al pueblo”, situación que calificó de “inadmisible” y enfatizando que la ayuda humanitaria “tiene que llegar a Venezuela”. En un mensaje posterior identificó las crisis migratoria y humanitaria como “crisis inducidas por la dictadura”, para concluir que es necesario actuar contra ese horror en el marco del derecho internacional público y el Sistema Interamericano. Con ello dio a entender que las posibilidades de una salida negociada a la crisis con el régimen se habían agotado y que el costo de la inacción ya no era aceptable. Invocó la “responsabilidad de proteger” en situaciones de crímenes de lesa humanidad. La interpretación de que se propiciaban soluciones de fuerza desde la Secretaría de la OEA, aunque inmediatamente desmentida y aclarada, fracturó la unidad del Grupo de Lima y dio pábulo a mayor discordia en la oposición venezolana, también dividida al respecto.

En paralelo a los desarrollos en la OEA, en las Naciones Unidas y bajo el impulso de los EEUU – país que si bien no forma parte del Grupo de Lima ha sido adalid en la defensa de la democracia en Venezuela, particularmente bajo la Administración Trump-Pence – la consideración del caso Venezuela en ya dos oportunidades (13.11.2017 y 10.09.2018) por el Consejo de Seguridad bajo el formato de la Fórmula Arria, pone la situación en Venezuela, si bien no en su agenda, sí en el contexto de las actividades del Consejo en el descargo de su responsabilidad de “prevenir” cualquier amenaza  a  la paz y la seguridad internacionales, y de ejercer tales responsabilidades preventivas bajo el compromiso de la Cumbre de NNUU de 2005 de ejercer la “obligación de proteger”.

El Consejo de Seguridad: un mediador poco accesible

El Consejo es el único órgano susceptible de autorizar una intervención internacional, sea de la naturaleza que sea. Por ello, resulta de interés pasar revista al contexto en que se mueve el mismo.

La Carta de las Naciones Unidas, en su Capítulo VII, relativo a las amenazas a la paz, a su ruptura, y actos de agresión, autoriza a los estados miembros de la Organización a “tomar medidas” para restablecer o mantener la paz y la seguridad internacionales una vez haya determinado la existencia de cualquiera de esas situaciones (artículo 39 de la Carta). La Carta se cuida, no obstante, de definir esas situaciones, dejando la evaluación en manos del Consejo de Seguridad. De igual manera, se cuida de incurrir en precisiones respecto a las “medidas”, sea en su definición sea en su aplicación. Lo que la Carta valida es la toma de decisiones por parte del Consejo y, en el amplio marco de esas facultades, lo que pudiera llamarse el recurso a medidas especiales, sea con propósito preventivo (artículo 40), para evitar el agravamiento de una determinada situación, sean también aquéllas que pudieran calificarse como medidas de retaliación, inductivas de cambios de políticas, en caso de irrespeto a la búsqueda obligatoria de una solución pacífica de toda controversia que el Consejo de Seguridad haya admitido en su agenda. Tales “medidas” pueden implicar tanto el uso de fuerza (artículo 42) como exclusivamente medidas de naturaleza y alcance pacíficas (artículo 41), quedando implícito, aunque sujeto a interpretación, que ha de prevalecer proporcionalidad y gradualidad en su aplicación. El propósito esencial es prevenir la agravación de una determinada situación, calificada previamente como una de riesgo,  y lograr que la misma se resuelva en el marco de la metodología de solución pacífica cuyas modalidades la Carta detalla en su Capítulo VI.

La amplitud de las posibles medidas distintas al uso de la fuerza, inductivas o sancionatorias, queda entendida, y por supuesto, la más variada gama de opciones queda prevista en materia política y de relaciones económicas, reconocida como área particularmente propicia para ello. La Carta autoriza al Consejo de Seguridad a decidir con latitud, y menciona, sólo a título enunciativo de posibilidades, pero con significativa precisión, “la completa o parcial interrupción de relaciones económicas” y la de “medios de comunicación”, y en lo político, la “ruptura de relaciones diplomáticas”.  Evidentemente, esta amplitud de opciones está justificada por la imprevisibilidad de situaciones conflictivas que pueden surgir, por la variedad de actores que pueden estar involucrados en las mismas, y por la sensibilidad ante ellas de la parte que sea su objeto.

Todos los estados miembros de la ONU, si el Consejo de Seguridad tomase decisión bajo el Capítulo VII de la Carta, están en la obligación de poner de inmediato en aplicación en el marco de su ordenamiento legal y administrativo las “medidas” que el Consejo adopte. Con ello, la ONU, y en particular su Consejo de Seguridad, pasa a tener de hecho y derecho facultades legislativas y judiciales (dicta sentencia e impone penalidades) que tienen prioridad, guste o no, sobre el ordenamiento jurídico interno.

La combinación de estos factores – latitud de medidas posibles de tomar y su obligatoriedad – trae como consecuencia natural la más acendrada necesidad de prudencia por parte de los miembros del Consejo de Seguridad a la hora de decidir la aplicación de tales medidas y genera, aunque con poca frecuencia, el recurso a la objeción vía veto o voto negativo, en la práctica del Consejo de Seguridad. Con estos recursos procedimentales se intenta atender, sin paralizar la capacidad de acción potencial de la Organización, por una parte, las continuas dudas que consuetudinariamente han surgido en el seno de la misma sobre qué es un asunto o situación que ponga en peligro la paz y la seguridad internacional, ameritando bajo el Capítulo VII medidas de fuerza o sanciones, y qué es un asunto o situación que recae estrictamente en el ámbito de la jurisdicción interna y que por ende, bajo el artículo 2 de la Carta, no autoriza el involucramiento de las Naciones Unidas en su solución; por otra, las discrepancias de enfoque e interés en el seno del Consejo.

A lo largo del tiempo, cada situación ha dado pie a aproximaciones propias a su naturaleza y alcance, aunque también es indudable que en la medida en que los riesgos a la paz se han delineado con mayor precisión y consenso, también ha surgido una “jurisprudencia” sobre cuáles son aquéllos que son admisibles en la agenda del Consejo sin comprometer los valores y principios de la Carta ni la efectividad de aquél [2]. Aún así, siendo el Consejo de Seguridad ante todo un órgano político sus decisiones no están necesariamente condicionadas por precedentes, sino que responden a menudo a factores exógenos, a veces puramente circunstanciales, más en el orden de la geopolítica que del derecho internacional. Ello implica que habrá ineludiblemente situaciones respecto a las cuales el Consejo de Seguridad no tendrá la misma valoración de riesgo, o que no estará en disposición de admitirlas en su agenda para tomar acción a su respecto, así como situaciones respecto a las cuales, aún en caso de admitirlas en su agenda, no alcanza acuerdo sobre cómo valorarlas o sobre cómo atenderlas.

Por las mismas razones, son frecuentes las situaciones con respecto a las cuales la incapacidad de llegar a acuerdos en el seno de la ONU lleva a propiciar la toma de decisiones unilaterales por parte de estados y grupos de estados que consideran como de su directo interés atenderlas, siguiendo para ello, el patrón de opciones disponibles a nivel del foro universal. En efecto, a medida que la agenda del Consejo de Seguridad se ha expandido para atender situaciones cada vez más variadas y complejas, a medida que han surgido discrepancias sobre la vigencia y alcance universal de principios y valores, entendidos como supranacionales (valores “comunitarios”), y a medida que los antagonismos geopolíticos han vuelto a reaparecer con fuerza, el recurso a medidas unilaterales o plurilaterales, particularmente de índole económica, se ha multiplicado, a veces con el aval de la Organización, a veces sin él.

En efecto, ya la ONU no es el único ente multilateral que regula la vida de la sociedad internacional. Con cada vez mayor frecuencia se dan casos de organizaciones regionales o subregionales que se consideran facultadas para imponer medidas contra Estados, contra entidades sub nacionales y paralegales, e incluso contra individuos, de tipo preventivo o sancionatorio. Al observar esta tendencia cabe preguntarse si la misma responde al surgimiento de valores y principios cuya defensa no cuenta con aval universal o que, sin renegar de su relevancia, son entendidos de manera disímil y a menudo contrapuesta. El recurso a “medidas”, por parte de organizaciones regionales, por parte de entidades surgidas de tratados de alcance especializado, o simplemente unilaterales, bien puede entenderse como el resultado de la ambigüedad constructiva con que se circunscriben en derecho las responsabilidades del Consejo de Seguridad y del pragmatismo que tiñe su praxis, creando normas y desarrollando jurisprudencia para su propio uso.

El caso Venezuela ilustra estas realidades. Su consideración como una situación que ponga en riesgo la paz y la seguridad internacionales no ha sido considerada ni sería aceptada por el Consejo. La inclusión del tema en la agenda del foro regional precluye tal consideración por aplicarse el Capítulo VIII de la Carta. Por otra parte, los miembros permanentes del Consejo están divididos respecto al caso venezolano, siendo Estados Unidos el único explícitamente a favor de algún tipo de consideración y toma de medidas. En ausencia de acción por el Consejo, el tema ha quedado en la agenda de la OEA, cuya actividad es considerada como necesariamente previa o al menos paralela al foro universal, y que, además, tiene mandato para tratar los aspectos políticos de la situación en Venezuela al estar dotada de la Carta Democrática Interamericana.

La ausencia de progresos en las gestiones diplomáticas iniciadas en el marco de la OEA para ir llevando al régimen a asumir las consecuencias de su actuación y fracaso y abrir oportunidades para una solución política, en particular bajo el empuje del Grupo de Lima, indica que el caso Venezuela, luego de significativos intentos por atenderlo, ha pasado a quedar en un desafortunado limbo multilateral. Esto ha tenido como paralelo la adopción de medidas unilaterales sancionatorias por parte de diversos estados y agrupaciones de estados, en particular por EE. UU., Canadá y la Unión Europea, con tendencia a ampliar y endurecer progresivamente su alcance en la misma medida en que el tema se estanca políticamente tanto a nivel doméstico como en los foros competentes, y que las vertientes humanitaria y migratoria, perentorias, pasan a adquirir relevancia u urgencia. Para darle vida al mismo fue que países amigos de la democracia en Venezuela tomasen a partir de 2017 la iniciativa de tratarlo en el ámbito del Consejo de Seguridad bajo la fórmula oficiosa y no compromisoria de la “Fórmula Arria”, y que el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, hiciese su llamado a empezar a ver la situación en Venezuela como una que amerita intervención internacional.

La Fórmula Arria

La Fórmula Arria, que lleva el nombre del ex embajador de Venezuela ante las NNUU (1992/1993), Diego Arria, quien la ideó y usó a buen provecho de la paz internacional durante su gestión como presidente del Consejo de Seguridad, consiste en un mecanismo informal de consultas de los miembros del Consejo con terceras partes en capacidad de dar luces sobre situaciones en las que la paz y la seguridad internacionales están en juego. El mecanismo ha sobrevivido porque ha demostrado ser útil y por carecer de carácter formal. En años anteriores a su creación, los miembros del Consejo sólo podían intercambiar opiniones de manera franca en las llamadas “consultas informales” y lo hacían basándose en informaciones propias o, más frecuentemente, en las que les eran dadas por la Secretaría de las NNUU. La total ausencia de transparencia en el seno del Consejo, las diferencias en el acceso, procesamiento y uso de datos e inteligencia, así como el no acceso al Consejo por parte tanto de otros Estados miembros como de actores y testigos en situaciones de riesgo o conflicto, fue superada en alguna medida por esta innovación operacional. La transparencia ganada ha sido desde entonces un logro imposible de revertir y el análisis de situaciones por el Consejo han ganado en amplitud y profundidad, al igual que se ha ampliado el espectro de temas y situaciones que son o pudieran llegar a ser factores disruptivos de la paz.

En noviembre de 2017, convocado el mecanismo por EE. UU. E Italia, la agenda fue la situación en Venezuela de manera general, con testimonios del Secretario General de la OEA, del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las NNUU, y de ONG venezolanas. En la reunión del 10 de septiembre de 2018, la agenda y los testimonios dados ante el Consejo bajo la Fórmula Arria, de nuevo por invitación de EE. UU, abordaron la vinculación entre la corrupción asociada a la gestión gubernamental y el descalabro de Venezuela como país, en el contexto de la corrupción vista como un fenómeno que pone en riesgo la paz y la estabilidad, con testimonios del Departamento del Tesoro de los EE. UU. y de la seccional venezolana de la ONG Transparencia Internacional.

Así, progresivamente, a pesar de la continua evasión del régimen para aceptar la realidad y su movilización de aliados, socios y dependientes para desvirtuar, tergiversar y bloquear avances, y a pesar también de la falta de solidaridad efectiva con la estrategia internacional en defensa de la democracia venezolana, en particular por una parte de América Latina y el Caribe, el caso se mantiene en la agenda internacional por empeño de los Estados que han estado dispuestos a ir más allá de los discursos de ocasión y las declaraciones de coyuntura pero lo hace con perspectivas mínimas de llegar a permitir la activación de sanciones colectivas en el marco de la OEA o de inclusión en la agenda del Consejo de Seguridad.

Es sólo a partir de la migración masiva de venezolanos hacia Sudamérica a lo largo de 2018, de la necesidad de concertar medidas migratorias y sanitarias en los países de paso y destino,  y de captar fondos de cooperación internacional para sufragar los costos de las ayudas, que se evidencia para la comunidad internacional que se podría estar en presencia de un caso en que es necesario ejercer la responsabilidad de proteger.

 La “responsabilidad de proteger”

Con la visibilidad adquirida por la crisis migratoria en el 2018 pareciera que la etapa de una consideración preeminentemente política de la crisis venezolana por los organismos internacionales, estancada y sin derrotero claro, queda atrás. Ahora se intenta movilizar a la comunidad internacional para “contener” dicha crisis, unificar criterios para atenderla y recabar fondos para sufragar sus costos. Reuniones sobre el tema en la CAN, en Quito a invitación del Ecuador y en la OEA, reflejan que ya el problema inmediato no es la situación interna en Venezuela sino su derivación, el fenómeno de migración masiva desencadenado por la situación interna. Pero aquél es imposible de desvincular de ésta, y la negativa del gobierno venezolano a reconocer el uno y la otra comienza a darle al tema aristas imprevistas, en particular la de si está o no planteada una situación que lleve a invocar la “obligación de proteger” asumida por los estados miembros de las Naciones Unidas en su Cumbre de 2005 (Resolución 60/1).

Cuando el Secretario General de la OEA en sus declaraciones explícitas del 15 de septiembre de 2018 en pro de invocar la “obligación de proteger” citase el antecedente de Ruanda, país en el cual se desarrollase a inicios de los años 90 una tragedia que cobró un millón de víctimas por inacción de la comunidad internacional, dejaba claro que para él la situación en Venezuela era de una extrema gravedad y que la obligación de proteger ameritaba aplicación en el caso venezolano.

El tema de la “obligación de proteger” ha sido complicado desde sus inicios. Desde que se intentase definir sus parámetros el tema de la soberanía nacional y el principio de la no injerencia estuvieron presentes como barreras políticas y jurídicas. El Secretario General de las NNUU ha presentado ya dos informes a la Asamblea General (A/71/1016 y A/72/884) sobre el tema, tratando de encontrar modalidades de aplicación viables. En esencia, el enfoque preventivo que define el concepto se ha traducido en implementar mecanismos de “alerta temprana”, dejándole a los propios estados nacionales la vigilancia del caso, para que situaciones de crímenes atroces o de alta vulnerabilidad de poblaciones civiles no degeneren en crímenes de guerra, genocidio, depuración étnica o crímenes de lesa humanidad. En el actual estado del debate internacional sobre la implementación del concepto, la obligación ha sido delegada en actores que han sido, en casi todos los casos, los perpetradores de las tragedias que se busca prevenir.

En Venezuela lo que pareciera estar planteado por el Secretario de la OEA es la obligación de proteger en razón de que el Estado venezolano ha permitido que la población del país se haya convertido en una de alta vulnerabilidad, medido ello con parámetros de salud, alimentación, salubridad, seguridad, entre tantos otros que definen la actual situación de la población venezolana, agravada tal responsabilidad por dos factores de consideración: la inflexibilidad del régimen en no permitir la asistencia humanitaria internacional, con lo cual no ejercería apropiadamente su responsabilidad de proteger, por una parte, y los niveles migratorios desencadenados por la situación del país y su impacto sobre la estabilidad de los países de tránsito y destino, con lo cual tal omisión constituye una amenaza a la estabilidad regional. Esta conjunción excepcional de factores quizá pueda incidir sobre la cautela con que hasta el presente se maneja el concepto.

Por alta que sea la vulnerabilidad demostrada de la población en Venezuela, es muy poco probable que el gobierno venezolano acepte que su responsabilidad está comprometida y queda por verse si la comunidad internacional, en particular el Grupo de Lima, está dispuesta a considerar el caso venezolano como uno que arriesga derivar en situaciones de crímenes atroces. Los fenómenos migratorios no son una exclusiva de América Latina. Está ya negociado un Pacto Global sobre Migraciones Ordenadas, a ser suscrito en noviembre de 2018, que pone el acento en los derechos humanos de los migrantes, pero también en la responsabilidad del país de origen.

Como suele ser, y esa ha sido otra de las dificultades del tema, prevenir se dice fácil, pero se ejecuta muy difícilmente. El Consejo de Seguridad, que asumió el compromiso de actuar preventivamente, carece de una sólida doctrina para casos de emergencia humanitaria desvinculados de situaciones de conflicto. Esas situaciones las manejan los organismos y fondos especializados del sistema. El Secretario General de la ONU, que tiene la facultad de llevar situaciones de riesgo a la paz a la atención del Consejo (art. 99 de la Carta) ha mantenido discreción sobre el caso, y la crisis venezolana aún no es reconocida ni por todos los miembros permanentes ni por algunos no permanentes como ameritando consideración a nivel del Consejo de Seguridad. En la OEA, la posición del Secretario General requerirá seria consideración en el seno del Grupo de Lima, principal grupo de apoyo a la democracia venezolana, dadas las gravísimas responsabilidades asociadas a la inercia pero también luce estar todavía en un entorno sin precedentes para orientar su tratamiento.

El Secretario General de la OEA, Luis Almagro, con su denuncia fortaleció aún más su posición ética. Queda por verse, sin embargo, si no debilitó la capacidad de mediación que pudiese quedarle frente a estados que, sin ser aliados del régimen, han mantenido en el examen de la situación en Venezuela posiciones contrarias a la acción colectiva, o si el tema de la emergencia humanitaria es por lo contrario precisamente el que puede romper el estancamiento del caso y facilitar la acción colectiva. Lamentablemente, aún bajo ese escenario, queda la barrera infranqueable del consentimiento del Estado venezolano. El derecho internacional, excepción hecha del capítulo VII de la Carta de las NNUU, no ampara intervenciones, así sean de carácter humanitario, sin el concurso del país afectado. Incluso en las más graves crisis internacionales, el Consejo se cuida de asegurarse un respaldo político y jurídico local. Con lo cual, la tesis de la emergencia humanitaria y la obligación de proteger poblaciones vulnerables suscita también el tema del consentimiento de autoridades reconocidas, siendo que en Venezuela la comunidad internacional aliada de la oposición democrática desconoce la legitimidad de las autoridades que ejercen el poder, situación extraordinaria y susceptible de crear más problemas que soluciones en el ámbito internacional.

@cbivero

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[1] La Carta de las Naciones Unidas no usa en ninguno de sus artículos el término “sanciones”.

[2] Security Council Summit Statement Concerning the Council’s Responsibility in the Maintenance of International Peace and Security, UN doc. S/23500 (1992). En esta declaración en la cumbre, primera de su historia, el Consejo de Seguridad reconocía que las fuentes de inestabilidad no se limitan a la guerra si no que existen fuentes no militares en el ámbito de lo económico, lo social, lo humanitario y lo ambiental.

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