En reiteradas ocasiones hemos destacado la importancia de la diplomacia como instrumento de la política exterior; ésta, en tanto que conducta del Estado frente al mundo exterior. Los encargados de llevarla al ejercicio práctico son, evidentemente, los diplomáticos quienes deben actuar de conformidad con lo establecido por la dirección de sus Ministerios.

Son pocos los cambios que ha experimentado el oficio del diplomático y los que han ocurrido han sido determinados por la dinámica de los tiempos; éstos incluyen fundamentalmente el conocimiento. Este oficio se alimenta de los adelantos del conocimiento, y el diplomático debe  consustanciarse con ellos. Máxime que el siglo XXI traduce angustia por conocer y brindar complejidad a las cosas. Hasta no hace mucho el diplomático era visto como un ser distinto, y el  Embajador una especie de individuo nimbado de una aureola del poder. Es la visión decimonónica la que ha dominado los últimos años de ese oficio. Hoy eso no es así, aunque todavía se observa, incluso en individuos, ya retirados, “casados” con esa visión y postura. La gran mayoría de ellos son individuos que responden a estilos, propios de burócratas ensoberbecidos por el rango y cargos ocupados. Al parecer, poseen una especie de patente de corso para ignorar a quienes emergen con el conocimiento fresco en sus cabezas.

Son los Embajadores versallescos, “dueños de la verdad”,  que pretenden arrinconar a los más jóvenes y no por jóvenes, sino por ser “los poseedores del saber  técnico”, como los llamase John K. Galbraith en El Nuevo Estado Industrial. Esto último no significa que por “saber”, estos últimos, sean los dueños de la verdad, como también pasa con los políticos, quienes por estar cerca del poder real, posean las armas perfectas para dictar cátedra. Con los diplomáticos versallescos es peor, pues se han acostumbrado a “flotar” cerca del poder gracias a  su capacidad, pero no menos cierto, por su extraordinaria habilidad para alabar, con suavidad, a sus superiores e impedir que sus inferiores surjan. Es la naturaleza humana.

Hay que dibujar un mapa que contemple, epistemológicamente hablando, la conjunción entre el burócrata (diplomático de oficio), el académico (estudioso del tema) y el político (preocupado por los intríngulis de las Relaciones Internacionales) Una diplomacia para el siglo XXI pasa por comprender esa realidad. El 6-D, fecha electoral que cambiará el panorama político del país, debe apuntar a resolverla. Viene un proceso de cambios significativos; ojalá estos cambios se observen en el oficio diplomático. No basta con haber cabalgado un buen tiempo cerca del poder. Hoy hay que ponderar a aquellos que “poseen el saber técnico” para desarrollar una diplomacia -como uno de los instrumentos de la política exterior, repito, en tanto que conducta exterior del Estado- distinta, novedosa, práctica, inteligente y enmarcada en el interés nacional, interés que debe resultar de los valores de todos los venezolanos y nunca de una secta enceguecida por las luces que ofrecen los escenarios internacionales. Hay que ser inclusivo en este oficio y superar esa excluyente manía de muchos de estos versallescos personajes quienes, con su conducta “refinada”, a veces,  hacen más daño que los enemigos de la modernidad.

@eloicito

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