Geopolítica de la decadencia: Spengler para analistas internacionales – Por Eloy Torres

Vivimos un período de decadencia, y la misma experimenta un proceso de expansión. Así, como los efluvios, se ha ido adueñando del Munido. Brota de EEUU como potencia líder en declive y de sus socios en Europa. Empero, también vemos expresiones en América Latina, y muy particularmente en Venezuela, que ya tiene -al menos- tres décadas experimentando una muy agresiva  decadencia.

Oswald Spengler pronosticó nuestro presente hace cien años, cuando publicó “La Decadencia de Occidente” (Der Untergang des Abendlandes). Este pensador alemán, tuvo sus raíces intelectuales en Goethe, Nietzsche y Hegel, y rechazaba la visión eurocéntrica y lineal de la historia. La inclusión de Goethe con Nietzsche como fuente de influencia no es maridaje fácil, pues se trata de individuos, cuyos pensamientos son opuestos entre sí. No obstante, Spengler los amalgamó de una forma ingeniosa para construir su teoría.

Spengler consideró como inexorable, el desarrollo de lo que llamó las “altas culturas” en un ciclo de etapas vitales: nacimiento, desarrollo, esplendor (civilización) y decadencia antes de la muerte. Ya para 1918 en medio de la fratricida Primera Guerra Mundial, pronosticó que le había llegado el turno de esta última fase a Occidente, como una de las ocho grandes culturas que identificó a lo largo de la historia: babilonia, egipcia, china, india, mesoamericana (azteca-maya), clásica (greco-romana), arábiga (hebrea, islámica y paleo-cristianismo) y occidental o fáustica.

De Goethe tomó el método para comprender que las culturas nacen por azar y sólo pueden ser comprendidas mediante la intuición, nunca por un proceso de racionalización. La decadencia es propia de culturas que han dado el paso a la civilización, la cual es la última fase antes de la desaparición. El organicismo precursor de Goethe desemboca en la teoría morfológica de Spengler o el avance evolutivo hacia la realización interna.

Nietzsche le proporciona a Spengler el relativismo, el cual ya era patente en aquellos tiempos respecto a los valores y el materialismo cultural. También la dicotomía cultura-civilización como dos cimas: el descubrimiento primordial, lo natural y substrato simbólico y destino; y la plenitud, lo artificial, organización y técnica.

La cultura es el cuerpo de la idea de la existencia, la expresión colectiva de un alma que aparece en determinado paisaje materno y sólo en él se desarrolla como algo vivo; contrapuesta por tanto a la civilización, que es lo ya devenido, el predominio del intelecto desarraigado (lo que Spengler denomina “Espíritu”, opuesto a “Alma”), el reinado de lo técnico y económico, de los poderes anónimos que manejan a las masas.

Leyendo a Nietzsche, pero alejándose al tiempo, Spengler caracteriza a la cultura occidental como “fáustica” siguiendo las características del alma del Fausto de Goethe, es decir, un alma solitaria e inquieta como precio a pagar por su libertad, una existencia conducida a plena conciencia, egoísta y ambiciosa sin límites, entre la conciencia de su finitud y el hambre del infinito, así como prisionera de un deseo de obtener logros a cualquier costo; pero, sedienta de conocimiento. Aquí, la dualidad del alma humana propuesta por Nietzsche, donde lo “apolíneo” (razón, belleza y orden) es contrapuesto a lo “dionisíaco” (placer, desenfreno); transmuta en Spengler a una nueva dualidad, donde lo “dionisíaco” de Nietzsche es sustituido por lo “fáustico” de Goethe, para indicar así que no hay esperanzas de rejuvenecimiento para Occidente, así como no la ha habido para ninguna otra civilización que ha entrado en decadencia.

Para confirmar nuestro aserto, apelaremos a una sentencia según la cual “Spengler distingue tres tipos de alma, a los que les corresponden tres tipos de cultura fundamentalmente diferentes: el alma apolínea (la de la cultura antigua), el alma fáustica (la de la cultura occidental) y el alma mágica (la de los árabes)”. Alemania se encuentra en el origen y desarrollo de la cultura fáustica (reforma y renacimiento). El rasgo más distintivo de esta cultura es el deseo de experimentar la distancia y el infinito. Este impulso se puede rastrear en todas las actividades del hombre occidental, y éste se dirige hacia un extremo que amenaza su existencia.Ejemplos del alma occidental que busca la distancia y el infinito incluyen los largos viajes de los marineros vikingos que llegaron hasta América, las cruzadas, los viajes de descubrimientos geográficos, la aplicación de la perspectiva espacial en el arte, los arcos de la arquitectura gótica que destrozaban el cielo, la invención del telescopio, la invención de las armas de fuego de cañones múltiples y la invención de todos los medios de transporte modernos. Otros elementos que podríamos añadir a la lista de la historia más reciente son los rascacielos, la conquista del espacio cósmico y el control del ciberespacio.

La cultura faustiana ingresó a la etapa de civilización, en el sentido político con la Revolución Francesa, cuando Francia gangrenada, tomó de Inglaterra los principios democráticos; y en el sentido económico con la Revolución Industrial (Touchard, Jean, Historia de las ideas políticas, Editorial Tecnos, Madrid, 1979, p. 618). Por otra parte, el inicio de su decadencia se produjo con la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión y el ascenso del fascismo.

Hoy el mundo experimenta, sin percatarse, el nefasto regreso del Cesarismo en las sociedades post-industriales. Basta comprobarlo cuando vemos que el Estado, como institución, es propiedad privada de los circunstanciales liderazgos, mientras las masas, en tanto que pueblo (léase rebaño de ovejas) y no como ciudadanos activos, se entregan al líder para que éste, sea quien les resuelva sus problemas.

Por último, Spengler toma el historicismo de Hegel. No obstante, Spengler mostró una tendencia a-racional, pues cree que la historia es la historia de las masas y éstas por definición, no pueden ser racionales. Por tanto, la idea que esboza Spengler es bien distinta, según entendemos, de las de Hegel. Para este último, la historia universal es el resultado de la evolución gradual del espíritu humano (“Filosofía del Derecho”, Ediciones de la Biblioteca UCV, Caracas, 1991, p. 336). En tanto que, para Spengler, las altas culturas son formas colectivas humanas monumentales, que se despliegan sin otra finalidad que su vida misma, hasta agotar totalmente la expresión de sus símbolos primordiales, distintos en cada una de ellas. No hay una dirección total de la Historia humana, sino sólo dentro de cada cultura, desde el origen hasta la decadencia. Toda alta cultura acaba irremediablemente en una civilización, la cual es “el estado externo y más artificioso a que puede llegar una especie superior de hombres”. Un colofón marcado por el dinero como forma de poder y la sustitución del pueblo por una masa amorfa. Todo ello lo analiza ampliamente, igual que la caída en el ateísmo y el relativismo moral, lo que permite la llegada y expansión de cultos exóticos o la adhesión a sectas, pues el ser humano siempre tiene necesidad de trascendencia.

Así, del tiempo pleno, de la Gran Historia, se pasa a la vida abundante, cómoda y aburrida. Y así irrumpe el Fin, no desde afuera, sino desde la misma vida sin “Alma”. Gigantesco se eleva sobre las masas de piedra de la gran ciudad, el fantasma del aburrimiento, de la vida vacía, sin peligro, sin sangre, que hay que llenar por los negocios y las entretenimiento, un inteligente vegetar en la técnica para el confort. Erotismo sin hijos, circo, embriaguez, viaje, literatura ociosa y de evasión -que sustituye al arte épico-, radio, cine, etc. Hasta que la naturaleza se termina vengando, interiormente por la esterilidad biológica y creativa, y desde afuera por la llegada de los “Bárbaros” y la “seudomorfosis”, donde antiguas formas sirven de nicho a otras nuevas creando hibridaciones que no suponen revigorización. En palabras de Spengler:

“El último hombre de la Ciudad-Mundo ya no quiere vivir; puede aferrarse a la vida como individuo, pero no como tipo, como agregado, porque es una característica de esta existencia colectiva que elimina el terror a la muerte. Lo que infundía al campesino un temor profundo e inexplicable, la idea de que la familia y el nombre pudieran extinguirse, ha perdido ahora todo su significado. La continuación de la relación consanguínea en el Mundo visible ya no es un deber de la sangre, y el destino de ser el último de la línea ya no se siente como una fatalidad. Los niños no existen, no porque se hayan vuelto imposibles, sino principalmente porque la inteligencia en la cima de su intensidad, ya no puede encontrar ninguna razón para su existencia”.

Con este pasaje, Spengler nos dice que la vida, como esencia de la existencia, está reñida con la razón. La mente racional no encuentra valor en la realidad primordial de la vida. El pragmatismo infinito y mecánico del intelecto y la tecnología individualizados socava la vida misma.

El pronóstico esbozado en La decadencia de Occidente es sombrío, pero puede ayudarnos a dar sentido a la historia y a nuestra era actual. Sin embargo, transcribir la historia no significa falsificar el poder irrevocable de lo que sucedió de una vez por todas, para aumentar su vitalidad sacrificando la verdad de lo ocurrido; sino dar satisfacción a esa realidad biográfica según la cual se conoce el árbol por sus frutos, y que, en el hijo, reconocemos al padre. El siglo XX marcó el cénit de Occidente como civilización faustiana (y por tanto el inicio de su decadencia), la cual tuvo su origen en la Europa en el siglo X, entre los tiempos de Carlo Magno y Conrado II, cuando tomó forma en la corriente de la existencia. Mientras que el siglo XXI supondría entonces la llegada del invierno de la descomposición.

Hoy lo artificial, lo banal y superfluo atraviesa el Mundo natural. La civilización fáustica se ha convertido en una máquina. EEUU como líder de Occidente siguen dominando el Mundo gracias a su poder acumulado, pero muestra signos de extenuación interna. Las masas -pueblo desarraigado- exaltadas manifiestan su malestar con la organización artificial en todas las democracias avanzadas, así como con los impactos de los cambios que trae la modernización. El populismo nativista promueve un nuevo orden iliberal a través de esa forma de dominación política, llamada el cesarismo, cuya expresión es Donald Trump, Bukele, Milei y otros como Orban en Hungría. Las élites cosmopolitas lucen extraviadas, desconectas, desconcertadas. Desaparece el Estado auténtico: en la fase de la cultura hay un estilo, en la civilización se fabrican estilos que sólo son falsas apariencias. Todo lo inconsciente profundo deja su lugar a la conciencia y la voluntad, las ciudades en que florecía la cultura son avasalladas por las grandes urbes desarraigadas y ateas.

Por otra parte, lo organizado se opone a lo orgánico, y amenaza la sostenibilidad del planeta con el Cambio Climático y la supervivencia de la Humanidad con la llegada de la Inteligencia Artificial.

En este contexto, las relaciones internacionales exudan serios problemas. EEUU y Europa están atrapados por la fatal incomprensión de que el Mundo ya no es el mismo de hace 100 años. Hay demasiados cambios. La decadencia de la civilización fáustica promete ser compleja. Mientras tanto, China ha resurgido con un autoritarismo digital y economía mixta, logrando recuperar el lugar central que tenía en la economía mundial antes de las Guerras del Opio, en parte gracias a haber sabido aprovechar el orden internacional creado por EEUU. Asimismo, China apuesta por desplazar a largo plazo a Occidente como civilización líder, como este lo hizo con ella en el siglo XV.

Para Spengler, la decadencia de Occidente es inexorable, al ser la manifestación de una constante histórica. En el ciclo­ vital de las grandes culturas, la decadencia es indefectiblemente la antesala de la muerte. Se observa aquí un pesimismo galopante, que no encuentra en las tesis de Nietzsche, la idea del eterno retorno. Si fracasaste, puedes retomar tu vida y rehacerla. Tomando lo malo e insistir en buscar lo mejor que has logrado.

Aunque seguidor de Spengler, el historiador británico Arnold Toynbee fue menos fatalista, y defendía que las civilizaciones decadentes podían recomponerse si disponían de minorías creativas capaces de responder a los desafíos que se planteaban.

Siguiendo la argumentación de Toynbee, consideramos que la decadencia es un momento de cansancio, del cual Occidente (que, en nuestra opinión, y a diferencia de Spengler, incluye a la mestiza y subdesarrollada América Latina) puede levantarte con voluntad de poder. Esto último tomado de Schopenhauer, para quien la voluntad era esa fuerza que está en el trasfondo del Mundo. Nietzsche la adapta para presentarla como un acto individual. La voluntad de poder, la comprendemos como una real condición que el ser humano debe asumir; como algo obligatorio y consustancial en cada uno de nosotros, que, por agregación, podemos constituir minorías creativas para rejuvenecer el macrocosmos de la civilización occidental. Esto hará posible superar los escollos que se divisan en el horizonte; pero, también hacer frente a los rivales en forma asertiva.

Ese es el cuadro de fondo que nos presenta la realidad internacional. Por ejemplo, el drama de Ucrania. Se observa en la Rusia de Putin, tanto frustración frente al rechazo e irrespeto de un Occidente (que siempre ha tenido dudas sobre cómo tratarle dada su peculiar vastedad) como necesidad de autoafirmación, sin ponderar los elementos objetivos. Sin embargo, Occidente ya muestra desunión y hastío para hacerle frente. Rusia no es considerada un desafío serio como China, pero a pesar de ello, tampoco responde con una firme determinación a encarar el problema hasta resolverlo. Las elites occidentales han sucumbido al hedonismo y una praxis geopolítica diletante, mientras sus masas hierven en el desasosiego producto del malestar que causa la civilización decadente y la destrucción creativa capitalista, clamando por la atención egoísta preferente de problemas cotidianos. Por otra parte, el envejecimiento y la infertilidad se apoderan de ellos. La inmigración como respuesta genera oportunidades, pero también temores disolventes. Es la decadencia; y frente a ella, nuevos Estadistas y minorías creativas que le acompañen, deben ser el elixir de Ponce de León.

El orden internacional liberal emergente en 1945 -el cual permitió reconstruir la civilización faustiana tras sus dos guerras fratricidas-, y que fue globalizado a partir de 1989 tras el desmoronamiento del bloque socialista, prácticamente hoy está en crisis y lamentablemente no se atisba voluntad de poder suficiente para superarla. Muchos no atinan a comprender el mar de fondo. Nos aferramos a ciertas reglas ya periclitadas por la realidad.

La geopolítica de la decadencia se expresa de varias formas. En al plano cultural nos vemos arropados por una agresiva tendencia a cambiar las reglas del lenguaje, incluso el literario. Hay miedo entre los escritores y poetas de ser agredidos por los cultores del así llamado “progresismo” con su lenguaje inclusivo. En lo deportivo, igual. Se observa una absurda política inclusiva de los deportistas de sexo masculino, quienes, por sentenciar sentirse de otro sexo, deben ser incorporadas a competir con mujeres, cuando en realidad son hombres. Todo por decir que se “auto-perciben mujeres”. Todo en nombre de lo políticamente correcto. En materia laboral, se hace obligatoria la paridad debido a un feminismo mal entendido. Cuando de hecho puede haber mucho más mujeres con mayor formación intelectual y experiencia. No se mide la capacidad sino el género.

Hay ejemplos de cómo en algunas universidades estadounidenses (algo que se extiende) se condena la música de Beethoven  o de Chopin, por no representar la cultura africana o asiática. Quieren decir, que esa música es “excluyente”. Se escuchan opiniones, cada vez más, calificando las obras de Shakespeare como “machistas” y “racistas”; como también hemos escuchado a quienes hablan pestes de la novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, escrita por Miguel de Cervantes. Le consideran un escritor “machista” al presentar a Aldonza Lorenzo, cual Dulcinea del Toboso, una mujer sin presencia física en la novela; sino en la imaginación del personaje principal de Cervantes. Definitivamente nos llevan al cadalso cultural. Nos convertiremos en un rebaño decadente si seguimos esa visión de manera acrítica. Es el resultado de ser esclavos de las  consejas mediáticas, del lenguaje políticamente correcto.

Los síntomas de la geopolítica de la decadencia que acosa al Mundo. En última instancia, Spengler nos animó afrontar esta realidad inquietante. Hoy por hoy, estamos ante un nuevo valle en la civilización fáustica: una situación inestable, susceptible de verse afectada por  cualquier cosa, entre las cuales destacan: la nueva rivalidad entre las grandes potencias, la vuelta de las carreras armamentistas, el desarrollo de la Inteligencia Artificial, el problema existencial del Cambio Climático, el fracaso del multiculturalismo, los efectos sociales adversos de la globalización neoliberal y la enfermedad del populismo/cesarismo en las democracias avanzadas.

Por ello, hoy más que nunca, es bueno recordar las palabras del recién fallecido Henry Kissinger, quien clamaba por acordar un nuevo orden mundial para encarar estos desafíos y minimizar las posibilidades de ocurrencia de una nueva conflagración mundial, que nadie quiere, pero hacia la cual, a veces parece que los “líderes” mundiales caminan como lo hicieron aquellos “sonámbulos de 1914”. Un nuevo orden mundial con un Occidente rejuvenecido como primus inter pares, el cual debe “…conciliar la heterogeneidad de valores y experiencias históricas entre países de importancia comparable” (Henry Kissinger, La diplomacia, trad. de Mónica Utrilla, 2 a ed. en español, México, Fondo de Cultura Económica, 2001 Original de 1994, p. 18).

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