Afganistán: ¿un agujero negro? – Por Félix Arellano

Seguramente la libertad de expresión y la solidez de los medios de comunicación en los países con democracias consolidadas, como EEUU, nos permitirán ir conociendo los detalles de la cadena de contradicciones y errores que se están observando, luego de los 20 años de intervención en Afganistán. Por ahora, se van apreciando las consecuencias, entre otras, el deterioro de la popularidad del Presidente Joe Biden, la pérdida de liderazgo de la potencia estadounidense y los beneficios que puede lograr la geopolítica del autoritarismo con este nuevo capítulo.

Para nosotros en Venezuela, además del doloroso impacto que representa encontrar de nuevo al talibán en el poder y sus nefastas violaciones de los derechos humanos —particularmente para las mujeres y los jóvenes— también conlleva lecciones importantes sobre el papel de los actores internacionales en la solución de los conflictos, en particular, sobre las falsas expectativas que puede generar el uso de la fuerza militar.

No es fácil organizar el inventario de las contradicciones, podríamos empezar abordando sus objetivos, que se han reformulado y desdibujado progresivamente. En el 2001, producto de los ataques del 11 de septiembre en EEUU, la intervención internacional, bajo el liderazgo estadounidense, se concentraba en atacar al grupo terrorista Al Qaeda y, en ese contexto, Afganistán representaba una seria amenaza, toda vez que, con el talibán en el poder, brindaba protección al terrorismo internacional, en particular a Osama bin Laden.

El objetivo inicialmente planteado fue alcanzado y la cúpula de Al Qaeda fue progresivamente desarticulada y su máximo líder eliminado. En ese contexto, el talibán, como cómplice y promotor del terrorismo, fue expulsado del poder.

A partir de ese momento podemos empezar a registrar algunas contradicciones, pues la intervención se mantiene con nuevos objetivos, ahora se trata de la construcción de gobernabilidad en la compleja sociedad afgana.

Debemos suponer que los centros de poder y de investigación de los países más poderosos del planeta, miembros de la OTAN y, en particular, en EEUU, comprendían la complejidad de Afganistán y podían calcular las graves consecuencias de simplificar la solución, asumiendo la peregrina idea que el sistema democrático se podía adoptar mecánicamente o forzar por las armas. La democracia es un proceso fundamentado en valores y prácticas que se van adoptando, internalizando y reproduciendo en el tiempo.

En Afganistán encontramos una sociedad históricamente heterogénea y compleja; multiétnica y multilingüística, organizada bajo el sistema tribal y con valores y prácticas religiosas ancestrales profundamente arraigadas. En tales condiciones resulta imposible decretar la democracia y conformar sus instituciones liberales.

Cabe recordar que en Occidente se logró superar hace algunos siglos, y luego de mucha sangre, la hegemonía del poder religioso; es decir, lograr la separación entre el Estado y la Iglesia, que actualmente se presenta como obvia y fundamental para el funcionamiento institucional de la política, empero, para muchas sociedades resulta incomprensible e inaceptable.

Si el nuevo objetivo era construir gobernabilidad en el país ocupado resultaba fundamental conocer su cultura, sus valores y lograr la mayor participación de su población. Una nueva dinámica institucional no se establece por decreto y difícilmente se mantiene con las armas. Al transcurrir el tiempo, y ante la dificultad de modernizar u occidentalizar la sociedad afgana, la intervención obstinadamente se mantiene, pero de nuevo se reformulan los objetivos; ahora, se trata de la organización de un ejército bien entrenado, armado, cohesionado.

Este nuevo objetivo genera otras complicaciones y reproduce viejas contradicciones. Entrenar y equipar el nuevo ejército trae a la escena la figura de los contratistas y millonarios negocios. Al respecto, circula información de más de 400 contratistas y un flujo multimillonario de recursos, en un contexto de poca transparencia. Algunos resaltan la profunda corrupción que ha caracterizado el proceso, destacando, entre otros, la existencia de nóminas militares fantasmas y crecientes deserciones; lo que limita definir con certeza el tamaño y capacidad del nuevo ejército afgano.

Por otra parte, conformar el nuevo ejército también se enfrenta con la compleja realidad estructural de la sociedad afgana; es decir, su carácter multiétnico, multilingüístico y su organización tribal; factores que desafían la conformación de un ejército unificado, coherente y eficiente.

No existe claridad sobre la dimensión y capacidad del ejército afgano; empero, sí va resultando evidente el progresivo fortalecimiento de los talibanes que, desde la salida del poder (2001), mantienen sus valores radicales y el objetivo de reconformar el régimen teocrático y el emirato islámico; para tales fines cuentan con varios elementos favorables. Como expresión ultraconservadora del sunismo, no les resulta difícil lograr apoyo, particularmente financiero, toda vez que los sunitas constituyen la mayoría del movimiento islámico y las poderosas monarquías árabes son sunitas.

Adicionalmente, conviene destacar que los valores radicales del talibán, su rígida interpretación de la Ley Islámica (sharía), cuenta con el respaldo de grupos tribales, en particular de sus jefes, pues les garantiza el control social y su poder. También cuenta con un importante apoyo en diversos movimientos islámicos en el Mundo.

En corto tiempo, el talibán retomó lo que mejor conoce: la acción guerrillera. Recordemos que surge como un movimiento que, mediante la guerra de guerrilla, enfrenta a la poderosa fuerza militar soviética en los finales de la Guerra Fría y con el apoyo de monarquías sunitas y del propio EEUU. Cabe señalar que para el 2009 se forma un “gobierno talibán de sombra” y, desde el 2013, cuenta con una oficina de representación en Qatar.

Para el 2015 se agudizan los ataques del talibán contra el ejército afgano y la coalición internacional. Ahora bien, el inicio de las negociaciones entre el gobierno del presidente Donald Trump con el movimiento talibán, en el 2018, representó un punto de inflexión para su empoderamiento, propiciando el progresivo apoyo de las bases tribales del país, lo que facilitó la ocupación del territorio.

Negociar directamente con el talibán representaba el reconocimiento de su creciente poder, una clara señal para los jefes tribales. Las negociaciones culminan con la firma del Acuerdo de Doha, en febrero del 2020, definido irónicamente como: “Traer paz a Afganistán”. En este contexto cabe recordar que el Imperio británico, en sus tiempos de esplendor, ejerció un protectorado en Afganistán (1879-1919), y se vio obligado a negociar su retiro.

Luego, la vieja URSS intentó dominar el fiero pueblo afgano (1978-1992) y el talibán, aprovechando la inhóspita geografía del país, financiados y armados internacionalmente, logró expulsarlos. Para el pueblo afgano el acuerdo de Doha representó la rendición del tercer imperio. No en vano definen a Afganistán como “el cementerio de los imperios”.

Con el acuerdo de Doha el avance militar del talibán se fortaleció y, finalmente, al conocerse la decisión del Presidente Joe Biden de adelantar el retiro total de las tropas, el proceso se aceleró ocupando, sin mayor resistencia, varias ciudades afganas en pocas semanas, hasta llegar a Kabul su capital.

Como se ha podido apreciar el proceso del retiro de la ocupación ha sido un desastre, cargado de improvisación, lo que está generando lamentables consecuencias para la población afgana que apoyó el intento de modernización del país, en particular las mujeres y los jóvenes. El talibán ha ofrecido mensajes tácticos de tolerancia nada confiables, y al Mundo preocupa que se retome el régimen de terror que vivió el país durante los años 1996-2001 y se reconvierta en el santuario para el terrorismo internacional.

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