La carta del Secretario General de la Organización de los Estados Americanos (OEA) al Presidente de la Asamblea Nacional (AN) de Venezuela fue un acto político tan inédito como audaz. En los anales que recogen la historia reciente de la Organización no se relaciona ningún evento similar, sobre todo durante la etapa en la cual la defensa de la democracia, de los derechos humanos y la lucha contra la corrupción, el narcotráfico y el terrorismo marcan el devenir de la gestión política regional. La audacia de Almagro radica en que con su acto le demuestra al máximo representante del Poder Legislativo de un Estado que se debe guardar una correspondencia lógica entre la necesidad de mantener la democracia y la libertad con la obligación de combatir sin cuartel a quienes se sirven del gobierno para delinquir en detrimento de los derechos fundamentales de su población.
Calificar la acción de Almagro como un error o un acierto puede resultar irrelevante si se parte del supuesto de que tal valoración es una apreciación subjetiva de quienes la enjuician teniendo como telón de fondo la lucha política que ocurre en medio de la cruel realidad venezolana. Lo que para unos puede ser un acierto para otros puede ser un error, de manera que la valoración del acto debería fundamentarse en los resultados que produce y su consistencia con la estrategia concreta que lo induce.
Un resultado apreciable se constata en el Acuerdo emitido por Asamblea Nacional al día siguiente de divulgada la carta del Secretario General de la OEA. Dicho Acuerdo Parlamentario consideró que “según nota de prensa de los magistrados designados por esta Asamblea Nacional del 15 de agosto de 2018, se anunció la decisión de condena en contra de Nicolás Maduro Moros por 18 años y tres meses de prisión por corrupción, junto a una multa más la condena de reintegrar a la República la cantidad de treinta y cinco mil millones de dólares de los Estados Unidos”…, por lo cual decidió “…manifestar respaldo político de este Parlamento a la anunciada decisión suscrita por los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, designados y juramentados por esta Asamblea Nacional, del pasado 15 de agosto de 2018.”
Este Acuerdo Parlamentario, el cual pudo haber sido considerado y preparado con antelación a la carta del Secretario General la OEA, está alineado con el planteamiento de fondo de dicha misiva, por lo cual se puede considerar que el acto de Almagro ocurrió en un momento oportuno y bajo un buen criterio político. La polvareda discursiva de rechazo a la “intromisión” del Secretario General de la OEA en los asuntos del Parlamento venezolano se disipó, aunque dejó como evidencia el desconocimiento de una parte del estamento político opositor de la estrategia interamericana de lucha contra la corrupción y el papel atribuido en esa área de acción a la Organización de los Estados Americanos.
La piedra angular sobre la que se diseñó la estrategia interamericana vigente para luchar contra la corrupción en el ámbito regional se colocó en el Plan de Acción de la Primera Cumbre de las Américas, en 1994. Allí se decidió al más alto nivel político que los gobiernos de los países americanos “desarrollaran en la OEA, con la debida consideración de los tratados y las leyes nacionales pertinentes, un enfoque hemisférico sobre los actos de corrupción en los sectores público y privado que incluya la extradición y el enjuiciamiento de los individuos que hayan sido acusados de corrupción, a través de la negociación de un nuevo acuerdo hemisférico o de nuevos arreglos dentro de los marcos existentes para la cooperación internacional.”
A partir de entonces se dio impulso sostenido a un proceso de negociaciones bajo los auspicios de la OEA cuyo objetivo central fue la formación de un ordenamiento jurídico interamericano para combatir la corrupción, aplicable a las partes que por voluntad soberana se adhirieran a él. Dicho proceso de negociaciones produjo la Convención Interamericana Contra la Corrupción, la cual se firmó en Caracas en 1996. Luego de entrar en vigor un año después de la firma gracias al depósito del número de ratificaciones necesario para ello, se dieron dos pasos institucionales importantes. En primer lugar, se estableció el Programa Interamericano de Cooperación para Combatir la Corrupción,en 1997, en el cual se incorporaron las pautas que orientarían la cooperación entre los Estados, incluyendo a las organizaciones y bancos multilaterales competentes en materia de buena gestión pública,y en segundo lugar, se creó el Mecanismo de Seguimiento de la Implementación de la Convención Interamericana contra la Corrupción, en 2001, el cual se desempeñaría como instrumento intergubernamental que en el marco de la OEA estaría destinado a apoyar a los Estados en la implementación de las disposiciones de la Convención.
La advertencia del Secretario General de la OEA al Presidente de la AN debería examinarse a la luz de estos elementos de juicio. En primer lugar, dicho acto podría explicarse como una acción derivada del persistente interés de Almagro por encontrar una pronta solución a la insoportable crisis venezolana, la cual se agrava con tal celeridad que ya se asume como un problema con serias implicaciones para la región americana al afectar la seguridad y la salud pública de naciones vecinas como Brasil, Colombia, Ecuador, Perú y Trinidad y Tobago en El Caribe.El éxodo masivo de venezolanos hacia esas y otras naciones ha sido considerado por las investigaciones del Centro Internacional Woodrow Wilson como la emigración de mayor envergadura ocurrida en tan corto tiempo en toda la historia de América Latina. Esta emigración forzada es consecuencia de la gravísima crisis social y económica que se enseñorea en Venezuela, siendo la abrumadora y generalizada corrupción en la administración pública venezolana una de las más importantes causas de semejante crisis nacional. En tal sentido, esta acción motivante del Secretario General Almagro que considera al voraz fenómeno de la corrupción como otro causal de destitución del actual gobierno venezolano, alienta con inusual determinación y dureza una gestión parlamentaria coherente con la búsqueda del necesario cambio en la administración pública del Estado.
Si bien el fenómeno de la corrupción como problema regional comenzó a tratarse en la OEA desde los tiempos de los Secretarios Generales Joao Baena Soares, Cesar Gaviria Trujillo y Jose Miguel Insulza, ha sido la Administración de Luis Almagro la que ha testimoniado su recrudecimiento en varios países latinoamericanos, en particular por los casos asociados a los múltiples negocios que estos han materializado con la empresa brasileña Odebrecht. Por tal razón, es comprensible que Almagro asuma la lucha contra la corrupción como otro de los asuntos prioritarios en su agenda de trabajo. Consecuente con ese criterio y a diferencia de los anteriores Secretarios Generales, Almagro ha impreso una huella muy peculiar a su gestión administrativa al desestimar, apropiadamente,el criterio que enfatiza que su condición de funcionario internacional es una limitante que le impide pronunciarse en un asunto interno de un Estado miembro de la Organización.
En este caso, la actitud del Secretario General de la OEA refleja su voluntad de aumentar la presión sobre el gobierno en Venezuela, cuyos integrantes han sido señalados incursos en serios delitos de corrupción, bien sea por el uso de los bienes del Estado en provecho propio, por la malversación de los recursos administrados, por la aceptación de sobornos para la adjudicación de contratos, por el fraude continuado al sistema financiero internacional, en suma, por las bien fundadas sospechas de que han cometido graves delitos contra la cosa pública provocando con ello un inmenso daño que se traduce en sufrimiento, angustia y dolor para toda la población venezolana.