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Cuando intento comprender a Colombia más allá de la coyuntura electoral que hoy nos atrae y distrae, y que no es para menos por su significado político y posibles efectos vecinales, regionales y mundiales, no dejo de sorprenderme ante tamaña complejidad y constante capacidad para asombrarnos.

Vistos desde Venezuela, el número y la particularidad de los asuntos que complican a nuestro vecino occidental  parecen ser de mucha mayor envergadura y dramatismo que los nuestros, pero con todo y eso lo que se percibe comparativamente son señales de progreso, así sean espejismos, posibilidades nacionales dentro de desencuentros y miseria, mientras que aquí y ahora en Venezuela no hay futuro ninguno. De persistir esas condiciones seguiremos migrando. Así fue antes a la inversa parecida.

Miremos esa realidad, la de Colombia, a vuelo de pájaro rasante: Los conflictos que se viven allí han sido históricamente persistentes, crónicos. Desde la guerra por la independencia han sido testarudos patriotas y realistas, Bolívar y Santander,  centralismo y federalismo, el Estado contra la Iglesia, la Iglesia contra el Estado, liberales y conservadores, civiles, militares y paramilitares, guerrilleros y gamonales, Violencia con mayúscula que es distinta y más profunda a la guerra civil o a los eventos relacionados con la muerte de Gaitán o el “Bogotazo”, también dos eventos incomparables. Desencuentros al mayor y al detal, a la vista de todos o de nadie. ¿Cómo les ha sido posible haber sobrevivido a tanto?

Agregue, en sumas y restas que se complementan y contradicen al mismo tiempo, las guerrillas en cualquiera de sus versiones, el esfuerzo reconciliador del Frente Nacional, la tenaz pero elusiva ambición por la paz, la lograda en La Habana para no ir tan lejos, el caso “Santrich”.

Súmele la droga y sus repercusiones, el narcotráfico y sus infecciones a todo ámbito y nivel, la corrupción y sus contagios, los escasos golpes de estado pero el excesivo poder e impunidad entregado tanto a las fuerzas armadas como al sistema judicial en defensa de los intereses de unos contra otros, pero a favor de unos que no todos.

Complemente este panorama con la intrincada realidad geográfica. No olvidemos la cruda y ruda situación social y el establecimiento de distancias hoy vigentes, casi que medievales, entre sus gentes y razas, apellidos y regiones. Dejemos aparte circunstancias y presiones externas. Miremos adentro desde adentro.

Cómo ha podido Colombia canalizar “exitosamente” estos conflictos? ¿Cómo ha sobrevivido y soportado durante tanto tiempo a tanto y pertinaz derramamiento de sangre y demás signos de barbarie, antes, durante y después de la Independencia, de las guerras civiles, de las enconadas guerras partidistas, a la acción guerrillera, al paramilitarismo, al narcotráfico, a la narco-guerrilla, las bandas criminales, a la frustración social que deja cada esfuerzo por conseguir la paz y no encontrarla definitivamente?

Son un caso único de persistencia, de paciente tenacidad, “Una nación a pesar de sí misma” titulaba sin ironía uno de sus libros el colombianólogo norte americano David Bushnell. En paralelo distante afirmaba Arturo Uslar Pietri sobre lo que el suponía éramos nosotros  los venezolanos, “Venezuela: una nación fingida”. Dos visiones distantes sobre dos entidades casi que superpuestas. La primera sinónimo de tenacidad casi que campesina, rural, la segunda expresión de vital  desencanto, casi melancolía por “El Dorado” minero y su fugacidad.

Sobre la magia  de “lo colombiano” están los que afirman que la corrupción ha sido la salida, “la mermelada” llaman ahora a la promovida desde el gobierno. Que allí, en el reparto del botín, de la relativa riqueza trabajada o la adquirida a través de los oscuros caminos, ha encontrado el Estado la fórmula extraordinaria para mantener un equilibrio a la colombiana. Armonía, pacto social perverso si se quiere, que ha tenido apoyo operativo, sostenido y siniestro en la justicia, en las instituciones y en la cultura, con los efectos psicosociales previsibles.

Si es verdad que las sociedades no se suicidan a sí mismas, con la excepción de algunos casos como el venezolano, la colombiana ha sabido sortear su propio abismo con “éxito” si es que así pudiera llamarse el estado general de vida de la población que no aparece reflejado en las estadísticas ostentosas que muestra la economía colombiana y que envidiamos aquí.

Debajo de la estela que dejan estas borrosas pero compartidas observaciones es que podemos encontrar huellas profundas de la Colombia actual.

Quien gane las próximas elecciones tendrá que escoger entre el pragmatismo que ha permitido hasta hoy a esa nación hermana estirar las arrugas de fondo, o bien decidirse por un fundamentalismo obsoleto y destructor como el que ofrece el modelo del Socialismo del siglo XXI, aunque la Venezuela de 1998 en la que ganó Chávez no es igual a la Colombia de hoy, 2018, de ganar Petro.

La tercera vía es la de intentar no ceñirse a ninguno de los esquemas anteriores de los que no podrá a la larga, sea quien sea el triunfador, distanciarse o escapar en lo fundamental, no así en determinados asuntos muy particulares, al de la experiencia que nos deja un Juan Manuel Santos con sus incongruencias y vaivenes en relación con Venezuela por ejemplo, o de Ernesto Samper que terminó creyéndose ángel vengador haciéndose marxista. En lo personal prefiero ninguno de los dos.

@leandroarea

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