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En el siglo XIX existió en Inglaterra en controvertido político, dos veces Primer Ministro, que acuñó por vez primera  una de las frases que todavía   aplica en política exterior. Lord Palmerston decía que las naciones no tienen amigos ni enemigos permanentes, solo intereses.

La frase tiene su vigencia, aunque nadie se atreva ahora a pronunciarla y, no obstante la actual organización de la comunidad internacional, contiene una idea que por muy lapidaria que parezca, quién no la tome en cuenta, corre el riesgo de ser lapidado por ingenuo.

 Esto viene a cuento porque, si bien siempre es bueno reafirmar  nuestra causa opositora ante gobiernos amigos, haría  falta también hacer un acercamiento con  países simpatizantes del régimen.

A estos países, ya no les  conviene un gobierno decrépito, que  no puede cumplir sus compromisos, una población depauperada por la hiperinflación, ni una economía exangüe sin ninguna perspectiva, por cuanto  está cada vez más empecinado en  reiterar sus propios errores y fechorías, que en buscar soluciones que no sean  fantasiosos delirios.

En tales circunstancias, es lógico que esos países comiencen a recelar y  presten oídos a  nuestro planteamiento, si atisban que sus intereses no se van a  descalabrar con un retorno a la normalidad, lo que seguramente si acontecería con la debacle actual.

Para este grupo, algunos de mucho peso en el concierto internacional,  les cuadraría que se restaure el orden, se propicie la calma y se recupere la economía, pues sus intereses  estarían mejor salvaguardados, en un país enrumbado de nuevo a la prosperidad.

Los países que reciben nuestra cooperación, la cual   tendría que acabar de seguirse el actual derrotero, deben tener presente que la mejor  garantía de  continuidad, es ayudarnos a superar este trance malhadado.

No  se debe predicar solo a los que comparten nuestro credo, la ardua labor misionera es con quienes todavía no lo conocen, para tratar de  persuadirlos  que su  interés permanente está más bien cerca de nosotros.

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