Hace algunas semanas el Secretario General de las Naciones Unidas designó al noruego Dag Halvor Nylander como su representante en el proceso de solución de la controversia entre Venezuela y Guyana en relación con el territorio esequibo. Más que un buenoficiante que busca acercar a las partes, el designado por el Secretario General tendría un mandato más amplio que se asemeja al del mediador ya que se le ha pedido que consulte a las partes y presente propuestas para encontrar una solución a la controversia, aunque lamentablemente se han establecido plazos inconvenientes que pueden afectar su gestión.

Es un paso más que debemos apoyar aunque el gobierno ha sometido su tratamiento a un secretismo inconveniente, al considerar la controversia como una cuestión político partidista y no de Estado, lo que realmente es. La mediación es un mecanismo sin duda válido que debe explorarse sin límites de tiempo, aunque el gobierno de Guyana no parece favorecerlo, a la vez que se inclina por una solución distinta, el recurso a la Corte Internacional de Justicia; un mecanismo que Venezuela nunca ha aceptado, aunque hemos siempre reconocido, evidentemente, su importancia como órgano judicial principal del sistema de Naciones Unidas y su jurisprudencia como fuente auxiliar del Derecho Internacional.

El Acuerdo de Ginebra de 1966 es el marco de referencia. En él se reconoce la existencia de una controversia jurídica en relación con la validez del laudo arbitral de 1899, reconocimiento que, sin duda, disminuye el efecto de cosa juzgada propio de toda decisión arbitral.  Se establecen obligaciones para las partes que se desprenden de una interpretación amplia del texto suscrito, lo que supone no solamente la consideración del contenido del Acuerdo sino de otros elementos (Convención de Viena sobre el derecho de los tratados de 1969), entre los cuales está el contexto y el comportamiento y acuerdos ulteriores de las partes, basado en la buena fe y en otros principios de derecho internacional como el de buena vecindad.  Igualmente, el Acuerdo hace referencia a los mecanismos de solución de la controversia, establecidos en el artículo 33 de la Carta de las Naciones Unidas, procedimientos que no se aplican en forma sucesiva sino en forma alternativa.

Así mismo, las partes se comprometen en el Acuerdo de 1966 a encontrar una solución práctica de la controversia, es decir, en base a consideraciones no estrictamente jurídicas, apreciación que se asemeja en cierta medida, aunque fuera del contexto judicial, a la aplicación de la equidad; una fuente a la que el juez puede recurrir, si las partes lo acuerdan, para resolver la controversia.

El artículo IV del Acuerdo faculta al Secretario General de las Naciones Unidas a remitir la controversia a uno de esos medios entre los cuales el arreglo judicial, remisión que no determina la jurisdicción de la Corte que, en todos los casos, debe examinar la cuestión y decidir sobre su propia competencia. El Secretario General de la ONU puede ciertamente remitir -una expresión imprecisa- la cuestión a la Corte, pero no puede con ello incoar un procedimiento contencioso (entre Estados) que sólo pueden iniciarse por una demanda unilateral o por un compromiso bilateral entre los Estados partes en la controversia.

La remisión que se hace al arreglo judicial, es decir, a la Corte Internacional de Justicia, se hace de conformidad con las reglas de su Estatuto que exigen la expresión del consentimiento de las partes involucradas, lo que no se puede deducir del citado artículo que no puede ser considerado un compromiso bilateral de las partes para recurrir a la Corte. Si bien el tribunal es flexible en cuanto a la forma de expresión del consentimiento (declaración escrita, oral o por actos concluyentes) es rígido en cuanto a la expresión misma del consentimiento que debe ser “clara e inequívoca”.

El rechazo de la jurisdicción de la Corte no debe tener implicaciones políticas. El Estado que rechaza la jurisdicción no puede ser considerado forajido. Es una simple cuestión de conveniencia y oportunidad. No sería la primera vez que un Estado lo plantea. Francia, en el Caso de los Ensayos Nucleares (1972); Estados Unidos, en el Caso de las Actividades militares y paramilitares en Nicaragua; Turquía, en el Caso de la Plataforma Continental del Mar Egeo y más recientemente, entre muchos otros, Chile en el  Caso de la obligación de negociar un acceso al Océano Pacífico, planteado por Bolivia.

El objeto de la  controversia que se plantearía en la Corte, por una demanda de Guyana, y nunca por un simple “remisión” del Secretario General, es la nulidad de un laudo arbitral; un tema complejo que ha sido examinado por algunos tribunales internacionales, incluso por la misma Corte de La Haya, en particular, en los casos sobre la nulidad de la sentencia arbitral de 1906 (Honduras/Nicaragua) y el de la nulidad del laudo arbitral de 1998 (Guinea Bissau/Senegal), que merecen ser examinados cuidadosamente, en relación con los cuales el tribunal, pese a la presentación de consideraciones jurídicas sólidas y justificables por las partes que los impugnaban, confirmó su validez y obligo a las partes a ejecutarlas.

En beneficio de las relaciones entre Estados vecinos, la controversia debería ser sometida a los medios pacíficos, principalmente de carácter político, como la mediación e incluso, lo que se presenta como una alternativa válida, la conciliación internacional cuyas conclusiones pueden tener tanto el carácter de decisiones (vinculantes) como de recomendaciones. Los arreglos en base a negociaciones o mediante mecanismos políticos resultan menos traumáticos que los surgidos de órganos jurisdiccionales, arbitrales o judiciales, como la Corte Internacional de Justicia, más aún cuando las partes han acordado “buscar soluciones satisfactorias para el arreglo práctico de la controversia”.

@VITOCO98

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