15 años después del 11-S: El día en que el mundo cambió

 

La destrucción total o parcial de los Estados Unidos como consecuencia de distintos ataques, ha sido uno de los recursos habituales en la literatura y la cinematografía estadounidense. Clásicos inolvidables como: Teléfono rojo volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1964); El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968); El día después (Nicholas Meyer, 1983); Amanecer rojo (John Milius, 1984); Amerika (Donald Wrye, 1987) e incluso, Trece días (Roger Donaldson, 2000).

Por no hablar de ataques de otro tipo: Día de Independencia. (Roland Emmerich, 1996) y la divertidísima Marcianos al ataque (Tim Burton, 1996), en donde la destrucción venía de la mano de pequeños y agresivos pero simpáticos seres extraterrestres. Sin embargo, ese 11 de septiembre de 2001 —del que todos recordamos en dónde y cómo nos encontró—, por primera vez la ficción de celuloide se hizo realidad global y hoy, con los últimos atentados sufridos en distintos escenarios, podemos estar viviendo su reloaded con nuevas sagas.

Es claro que quince años después, Estados Unidos y gran parte de Occidente con sus políticas y con su idea caduca de la seguridad, han conseguido el efecto contrario al que buscaban: un mundo más peligroso e inestable. Un escenario más inseguro en donde, a tenor de todos los índices sobre desarrollo humano y por el informe Global de Paz en los últimos años, han adquirido mayor protagonismo esos cuatro jinetes apocalípticos del sistema internacional: hambre, guerra, impunidad y desigualdad.

La intervención improvisada en Afganistán en noviembre de 2001 y la invasión injustificada e ilícita en Irak en 2003, iniciaron sendos conflictos inacabables en donde los Estados Unidos y sus aliados no han sabido estar; y lo que es igual de grave, tampoco han sabido marcharse, a tenor de la descoordinación en su salida y las sucesivas fechas barajadas en un cambiante calendario. La conclusión hoy en ambas intervenciones es que estamos más cerca de “Estados fallidos”, pasto de “señores y clanes” de la droga y/o de la guerra, devorados por conflictos —guerra civil como la de sunitas y chiitas en Irak—, que de los Estados democráticos estables que prometimos construir. Un futuro en donde algunos de los grupos radicales islámicos más influyentes y concretamente Daesh (Estado Islámico en árabe) tendrán mucho que decir.

Ya lo decía Joseph Nye (Soft power: the means to success in world politics) cuando señalaba, siguiendo la lógica de la política jiujitsu, en la que un combatiente más pequeño utiliza la fuerza de un rival mayor y poderoso para derrotarlo, que Irak fue un regalo de Bush a Bin Laden. Hacer caer a EEUU en una guerra santa en distintos escenarios ha demostrado a lo largo de estos lustros ser un terreno muy fértil para los yihadistas.

En estos tres lustros no ha disminuido la separación entre Occidente y el mundo islámico; todo lo contrario, se ha alimentado un enfrentamiento paradigmático, incluso ideológico entre ambos. Después de la política de seguridad preventiva de George W. Bush, esta sensación de peligro y enfrentamiento caló hondo en el sentimiento nacional de los estadounidenses y ha pasado a ser uno de los puntos fundamentales en la nueva agenda de la “rebelión conservadora”, con Donald Trump a la cabeza. Dentro y fuera de las filas republicanas.

En el terreno de los árabes se ha producido un proceso similar pero en sentido contrario. En una parte significativa de esa población, vivido lo vivido en Afganistán, Irak y en Siria, se considera que la responsabilidad de todos los males y penurias en sus pueblos radica en Occidente que, dentro de este imaginario panislamista más o menos extremista, es un “monstruo con tres cabezas”: judíos, norteamericanos y resto de “siervos” de esos intereses.

Este odio sembrado por Estados Unidos y sus aliados con su respuesta belicista después del 11 de septiembre de 2001, es especialmente preocupante en esas generaciones jóvenes alimentadas con el convencimiento de la existencia de una Yihad tácita o expresa que es necesario librar contra el “Gran Satán” (Shaitan al-Akbar America), ya sea en Kabul, Bagdad, París o Bruselas. La Yihad produce héroes: de entre todos, el “mejor mártir” tantos años después, sigue siendo Bin Laden. Su leyenda, engrandecida con su misteriosa muerte, ha pasado a engrosar la lista de los grandes padres dentro de los musulmanes. El resultado de todo este monstruo ideológico alimentado con la guerra en Libia y, especialmente, en Siria, curiosamente, no lo ha recogido Al-Qaeda, sino Daesh.

Una conclusión desalentadora es que hoy, quince años después, existe una mayor distancia entre el denominado “Occidente impío” y los sectores más o menos radicalizados entre los árabes, ya sean sunitas o chiitas. Hoy más que nunca, se sigue alimentando ese caldo de cultivo en el que crecen y se reclutan esos yihadistas capaces de inmolarse, como ya lo hicieron hace doce años en Bali, Casablanca, Madrid o Londres, y hoy lo siguen haciendo todos los días en Kabul y Bagdad e incluso en París y Bruselas, con el único fin de ganar el cielo. Un cielo, por cierto –como dice el Corán– con vivos colores, jardines, fuentes, vino y hermosas vírgenes. Aquellos que son admitidos en él, después de batallas tan heroicas libradas con cinturón de explosivos, “pueden beber el vino que les estuvo prohibido en la Tierra y mofarse incluso de los sufrimientos de los no creyentes, cogiéndole las manos a Osama el gran Guerrero Santo” como ya señalan algunas madrasas y escuelas coránicas en Afganistán, Pakistán e Indonesia.

A punto de expirar la administración de Barack Obama, quince años después, estamos nuevamente ante la política jiujitsu porque grupos significativos de opositores en Libia, Túnez, Egipto y Yemen, por no hablar de uno de los principales ejércitos en Siria e Irak, son parte del yihadismo global en sus distintas y múltiples versiones, ya sean Daesh, Al-Qaeda, los Hermanos Musulmanes o Boko Haram. Sin embargo, todos ellos se han adoctrinado con el imaginario de la caída de las torres y el polvo envolviendo el corazón de Manhattan.

Mientras tanto, la editorial estadounidense Really Big Coloring Books no ha tenido una mejor idea para recordar los atentados del 11-S que reeditar un libro para niños en el que ofrecen su particular versión sobre lo ocurrido desde el 2001 hasta el asesinato de Osama bin Laden y les piden, entre otras cosas, que coloreen el momento en que uno de los marines le dispara al ex líder de Al-Qaeda. El libro, titulado We shall never forget 9/11: The Kid’s book of freedom (No olvidaremos el 11-S: El libro para niños de la libertad”), demuestra hasta qué punto los estadounidenses todavía no se han recuperado de ese duro golpe y del orgullo nacional herido que supuso el 11-S para muchas generaciones.

@GustaPalomares

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