En diciembre de 2010, Lula dejaba a un Brasil celebrado como una de las potencias emergentes que transformaba al Mundo, cuyo éxito sería exhibido en la Copa Mundial de Fútbol en 2014 y los Juegos Olímpicos de Rio en 2016. Ahora su sucesora Dilma Rousseff se encuentra al filo de la destitución. ¿Qué ha ocurrido?

En una maratónica y mediática sesión en la Cámara Diputados a mediados de abril, fue aprobado el pedido de juicio político (impeachment) a Dilma por más de los dos tercios requeridos. Una vez en el Senado, se necesita mayoría simple para que el proceso sea finalmente abierto. La oposición brasileña tiene los votos, y se estima que en esta misma semana, Dilma puede ser apartada por 180 días del cargo para ser juzgada. En ese período debería presentar su defensa para evitar ser destituida en forma definitiva. Maniobras de último minuto intentan frenar la votación en el Senado y generar una nueva votación en la Cámara. Dilma augura que de ser sometida a juicio será encontrada inocente, o al menos impedirá que la oposición reúna los dos tercios necesarios para condenarla y removerla del cargo definitivamente. Una deriva política abrupta que nadie pronosticó para Brasil hace algunos años, la cual es producto de una crisis multidimensional.

En primer lugar, Brasil vive la peor crisis económica desde la década de 1930. Según datos del FMI, el crecimiento del PIB pasó desde 7,6% en 2010 hasta 0,1% en 2014 y -3,8% en 2015, y se ubicará -3,5% en 2016 y 0% en 2017. Esto es resultado del agotamiento del modelo de exportación de materias primas vinculado a la reducción del crecimiento de China -principal importador de productos brasileños- y la disminución de su valor en el mercado internacional. A finales del segundo mandato de Lula, la proporción de las exportaciones de materias primas en las exportaciones totales había aumentado desde el 28% al 41%, mientras que a finales del primer mandato de Dilma representaban 50%. Por otra parte, las desgravaciones fiscales promovidas por Dilma para impulsar el crecimiento de la industria en su primer mandato provocaron un fuerte desequilibrio en las cuentas públicas. A principios de su segundo mandato, los empresarios entendieron la suspensión de las mismas como una traición. Además, los problemas se agravaron porque Dilma no hizo el ajuste fiscal antes de las elecciones de 2014.

En segundo lugar, tenemos la crisis social. En 2013, se produjo una ola de protestas debido a la insatisfacción con el aumento y baja calidad de los servicios públicos. Esto se agravó con la crisis económica y el ajuste fiscal que realizó Dilma en contra de sus promesas electorales en 2014. Si decrecer es malo, peor es hacerlo después de una década de altas expectativas. En la opinión pública flota una sensación de estafa. Los niveles de desaprobación de Dilma pasaron desde 25% en 2013 hasta 69% en 2016. Además, los escándalos de corrupción, y sobre todo el Petrolão –esquema de corrupción en torno a PETROBRAS-, dispararon el cuestionamiento hacia las instituciones y toda la clase política.

A todo lo anterior se suma la crisis política, asociada a la mayor fragmentación en la historia del Congreso brasileño. El oficialista PT sólo logró 58 diputados de un total de 513, y 11 senadores de 81, en las elecciones de 2014. Por ello, Dilma llegó a tener en su gabinete 39 ministros de 10 partidos diferentes para construir una coalición mayoritaria. El presidencialismo de coalición -invento político brasileño-, implica que sin coalición no hay Presidente; y allí Dilma demostró falta de habilidad para mantener su base de apoyo, sobre todo al PMDB. Por otro lado, tenemos una oposición liderada por el PSDB que jamás aceptó la ajustada victoria de Dilma sobre Aécio Neves, y que desde 2014 ensayó acoso y derribo.

El impeachment se encuentra consagrado en la Constitución de 1988, la cual incluso protege al Presidente mucho más que la de 1946, fijando mayorías sólidas y un procedimiento metódico. Dilma tiene garantizado su derecho a la defensa y al debido proceso, a sabiendas que estamos ante una figura que es jurídica pero también política. No obstante, el PT ha cuestionado la legitimidad del impeachment, porque a su juicio Dilma no habría cometido un delito de responsabilidad, ya que sólo se le imputa “pedaladas fiscales” (retraso en el ingreso de dinero por parte del Tesoro Nacional a los bancos públicos). Por tanto, el PT sostiene que estamos ante un golpe de Estado; polarizando así a Brasil y la región, y construyendo desde ya una narrativa de cara a las elecciones de 2018.

El artículo 85 de la Constitución brasileña fija como delitos de responsabilidad, los actos del Presidente que atenten contra -entre otros- la probidad de la administración y el cumplimiento de la ley presupuestaria. Las leyes de 1950 y 2000 sobre responsabilidad fiscal son explícitos en vedar créditos de instituciones financieras a sus propios controladores. Dilma lo hizo en su primer período y siguió haciéndolo en 2015, violando la ley. Esto permitió maquillar las cuentas y aumentar gasto público en plena campaña de 2014. Asimismo, la suspensión de Eduardo Cunha –impulsor del impeachment por el caso Petrolão– como Presidente de la Cámara por el Supremo Tribunal Federal y la condena del Tribunal Electoral al Vicepresidente Temer -no podrá postularse en 2018-, nos da idea de la independencia de los poderes existente y derriba la tesis del golpe de Estado.

Hace 24 años, Brasil destituyó al Presidente Fernando Collor de Melo, y su democracia aún menos experimentada que ahora, mostró madurez suficiente. De manera que Brasil tiene la capacidad para superar esta fase menguante. Finalmente, cabe destacar, que la eventual salida de Dilma dejaría al gobierno venezolano aislado y bastante expuesto ante iniciativas de activación de cláusulas democráticas: de la OEA a MERCOSUR. ¿Y usted qué opina?

Publicado originalmente en El Mundo Economía y Negocios

@kenopina

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